Goteras

Andrea Itúrburu
9 min readJan 27, 2021

El invierno había iniciado en el averno de asfalto, pero como todo en Guayaquil funcionaba al revés, en invierno hacía más calor. La lluvia llegaba sin piedad para convertirse en un fantasma estacional que aterraba a la ciudad entera. Cuando llovía la calle desaparecía y se convertía en río, los carros empujaban con extremo cuidado el agua que a veces los cubría a la mitad y los transeúntes calculaban sus movimientos para no caer en alguna alcantarilla abierta. Enfermarse era un lujo que alguien en esta ciudad, no se puede dar tan seguido.

A la calle Portete la rodeaban negocios, escándalos de infidelidades, robos y algún otro patán gritándole a alguna colegiala donde quería meterle un dedo. Ese caos nunca paraba, ni cuando la calle se inundaba y la basura flotaba. El barrio no podía estar quieto. Si el barrio paraba, la gente moría.

En la avenida principal el sol rebotaba en las fachadas de las casas que se construyeron con el esfuerzo de algún ex habitante que ahora lava baños o platos en Europa. Algunas casas se habían pasado de pariente a pariente durante años y otras habían sido convertidas en tiendas y talleres de todo tipo. Al final de la cuadra veinticinco, reposaban dos casas que compartían una pared.

La casa amarilla era un capullo con un piso de madera crujiente. A pesar de ser amarilla, por fuera aparentaba ser una casa triste. Entre las grietas de la pintura afloraban el moho y los años. Su fachada tenía dos puertas, una por la que se podía entrar a la casa y otra donde entraban los inquilinos del taller mecánico, que Doña Augusta (Guchita, como le decían en el barrio de cariño) alquilaba.

La casa amarilla tenía dos ventanales en el segundo piso, que pertenecían al comedor y a la sala. El balcón de la casa cimbraba cada vez que un bus enorme pasaba por la calle y en él vivían algunas plantas muertas que Doña Guchita mantenía con la esperanza de que resucitaran.

Su patio en cambio estaba lleno de plantas vivas y era muy parecido al de la casa en la que Guchita había crecido en Ibarra, ciudad que dejó atrás cuando se dio cuenta que su marido borracho no tenía remedio. Esa casa, su casa, con paredes sin enlucir, en cuyos orificios se almacenaban todo lo que había logrado con los almuerzos que preparaba en sus años de juventud y el famoso “arroz millonario” que vendía a sus clientes cuando tenían algún evento especial.

En el patio había una lavandería de cemento que también usaba para lavar ajeno de vez en cuando y un árbol bajo el que se sentaba a tomar café. El cansancio de sus articulaciones y la resequedad de sus manos habían cimentado la casa amarilla y convirtieron a su hija en una contadora profesional. La casa amarilla parecía ser inmune a la humedad, el calor y algunas otras cosas. Era un lugar sagrado, que ella había construido a su gusto, que el fantasma estacional de la lluvia todos los años parecía ignorar.

A lado, había una casa color hueso. Sus paredes parecían de cascarón. Por fuera se veía diferente al resto del barrio. La pintaban cada tres meses, estaba llena de matas vivas: flores rosadas pequeñitas, helechos, palmeras; y además en el día, se escuchaba el tintineo de las campanas de viento que había colocado Evelyn en la ventana. La casa color hueso era de una sola planta y no tenía piso de madera o vigas sobresalidas, era toda de cemento con paredes empastadas y acabadas.

Evelyn odiaba el barrio, pero el terreno se lo había dado su padre y aún no le alcanzaba para la casa con piscina que quería en Samborondón. Suspiraba pensando que era mejor aguantar el mal gusto de los vecinos que vivir de arrimada a sus suegros. Después de todo, la casa la pagó ella, con las ganancias de los asaderos de pollos que tenía en casi todo Portete y que su papá también le había heredado. Ahora ella administraba el negocio junto a su marido, pero los últimos años, con la llegada de los mellizos, le había delegado más responsabilidades a él y ella dedicaba casi todo su tiempo a los quehaceres y a la crianza.

Dentro de la casa color hueso todo era nuevo, pero ella solo había escogido personalmente unas cuantas cosas en específico: el cine en casa, los parlantes, los muebles de la sala, la refrigeradora de dos puertas, las vajillas, las camas de los niños y un pequeño bar que estaba lleno de whiskys y adornos traídos del único viaje que hicieron en familia a Panamá. Del resto, aunque ella lo había pagado, se había encargado su esposo. Él tenía más criterio, pensaba.

Evelyn vivía en el sueño de plastilina que había moldeado en su cabeza por tantos años. Tenía una casa propia en la que siempre hacía reuniones con sus amigos, un esposo e hijos. Su marido era muy atento, siempre la llenaba de regalos y le gustaba hacer reparaciones cada cierto tiempo, como cambiar los pisos y el cielo raso, mientras a ella la mandaba a la playa con los mellizos.

Aunque a Evelyn no le gustaba que despilfarre el dinero, tampoco se oponía porque le gustaba diferenciarse de la gente del barrio. Las miradas indiscretas de algunas vecinas la hacían sentir señorial. Caminaba con la cabeza más alta cuando se percataba que la estaban observando.

Su esposo se había encargado de expandir el negocio: ahora también hacían entregas a domicilio y atendían por las noches, gracias a un nuevo socio que él consiguió. Compraron algunas motos y ya estaban preparando la apertura de dos locales más en unos centros comerciales al norte de la ciudad.

A pesar de que a ella no le daba buena espina el socio de su marido, por toda la habladuría que rondaba en el barrio sobre él, tenía que reconocer que el asadero había despuntado bastante en el último año y medio. Pensaba que, si pronto podía cambiarse al barrio cerrado en Sambo que tanto quería, aliarse con este hombre habría sido un movimiento inteligente por parte de su esposo.

La rutina de ambas casas era muy parecidas en algunas pequeñas cosas. Por las mañanas una cantina calentaba el agua, alguien se quitaba las lagañas, se planchaba una camisa y había que cepillar el pelo rebelde de una niña.

En la casa amarilla, Doña Gucha se levantaba a las seis de la mañana para preparar el desayuno a sus nietas y su hija, que vivían con ella desde hace unos cinco meses, cuando su yerno falleció. Las niñas arrastraban la somnolencia por las tablas de madera mientras su hija se ponía el uniforme del trabajo. Salían con la bendición de Doña Guchita tatuada en la frente. Aún cuando solo desayunaban pan, mortadela y agua de manzanilla caliente, la hija y nietas de Guchita partían con el corazón lleno.

En la casa color hueso en cambio, Evelyn todos los días intentaba hacer la mesa del desayuno presentable para el post de facebook. Cuidaba hasta los más pequeños detalles, como que las frutas combinen con el color de los platos y que los patacones lleguen al dorado perfecto. Su marido se terminaba de poner la camisa, la cadena y los anillos en la mesa unos segundos antes de que ella tome la foto con el temporizador. Comían apresurados, en especial su esposo que tenía que salir a abrir el local principal para iniciar la venta del día. Se despedía de ella y los niños con un beso que se deshacía en el aire y salía disparado a su Ford. El expreso pitaba minutos después y los mellizos partían.

Guchita y Evelyn compartieron un momento por primera y única vez, el día de la primera lluvia torrencial del año, que inició igual que cualquier otro día.

Cuando ya no había nadie en casa, Doña Guchita empezó su rutina. Echó una mirada rápida por la cocina para ver que faltaba para la comida. Salió a la tienda y regresó a su casa con las cebollas que le faltaban para el refrito y el tomate de árbol para el jugo, mientras saludaba a su inquilino y se sentaba un rato a conversar con él para que sus rodillas descansen antes de subir.

Evelyn empezó lavando los trastes y arreglando el cuarto de los mellizos. Sacudía el polvo y para no ahogarse entre las partículas de melancolía, prendía la radio con bachata y la tv para no sentirse tan sola.

Mientras bailaba con los ojos cerrados abrazada a la escoba, afuera las nubes estaban listas para vaciar toda su furia. El fantasma de la lluvia había sido convocado. Las campanas del balcón se enredaron, el viento soplaba en todas las direcciones y se escuchaban a los vidrios de las ventanas bailar suavemente.

El cielo se rompió. En las calles no se podía escuchar nada más que no sea el agua pegándole al asfalto. La gente corría, se tapaban con periódicos que se convertían en pedazos de nada, los negocios cerraban sus puertas, los que jugaban cuarenta en la vereda buscaban refugio, los pitos de los carros se ahogaban en la violencia sonora con la que el agua caía.

Una gota enorme cayó en la nariz de Evelyn. Miró hacia arriba. No entendía cómo, en una casa tan nueva como la de ella ya había un desperfecto. Era una gotera enorme.

Doña Guchita en cambio, había tenido que entrar corriendo entre risas a su casa, después de sentarse un rato a leer sus mensajes de whatsapp y tomar un café debajo del árbol. La lluvia preparó un dueto con el techo de zinc y el sonido anegaba la casa amarilla. Afuera, el mundo parecía diluirse, pero la casa de Gucha, con todo y desgaste, con todo y piso crujiente; se mantenía firme. Una pequeñísima gotera se posaba encima de una de las plantas muertas que tenía Guchita en la sala y la nutría con la cantidad justa de agua que necesitaba.

Eran las 13h45 de la tarde y Evelyn se alistaba para esperar el expreso de sus hijos con el paraguas en la mano. La lluvia recién había iniciado, pero faltaba muy poco para que la calle se convierta en una piscina. De repente el sonido de un trueno se fundió con un golpe en la puerta de la casa color hueso. Evelyn se asomó y vio a través de la cortina de lluvia a cuatro hombres vestidos de negro encapuchados hasta la cara, una camioneta de un canal de tv y unas motos de policías al pie de su casa.

La casa color hueso se estremecía. Evelyn aterrada quedó inmóvil junto a un muro. La gotera creó un charco enorme que tenía planes de seguir creciendo. La policía tumbó la puerta con un ariete. Uno de los hombres la despegó de la pared a la fuerza. Evelyn lloraba y pedía a los gritos que le expliquen lo que estaba pasando, mientras la esposaban y un séquito de pacos entraban a su casa.

Bastaron unos segundos para que destruyeran lo que esa mañana había limpiado con tanta dedicación. Revolvían cajones, abrieron los forros de los muebles, sacaron los gabinetes de la cocina, rebuscaban entre las macetas, hasta que finalmente uno gritó “acá” y un martillo enorme rompió el suelo. Mientras los pedazos de baldosa volaban en el aire, asomaron fundas de basura con billetes. Otro paco gritó de nuevo “acá” y movieron el cielo raso. Más fundas plásticas con dinero empezaron a caer del techo ante Evelyn, que veía todo esto como si estuviera en la pesadilla de alguien más.

Confundida y con el corazón golpeado, mientras la sacaban de la casa esposada, llegaban sus hijos en el expreso. Estos se bajaron y corrieron a abrazarla. Volteó la cabeza. La casa color hueso seguía siendo desmantelada y cada vez se encontraba más dinero y paquetes extraños. Alzó su rostro y se encontró con Doña Guchita, que lo estaba viendo todo desde su balcón, al igual que el resto del barrio, que estaba presente, pero que ella no alcanzaba a divisar porque la lluvia los escondía.

Ambas mujeres se miraron y en ese microsegundo firmaron un acuerdo tácito. Evelyn tenía la misma edad de su hija y aunque nunca habían cruzado palabras, Doña Gucha sabía lo que tenía que hacer.

Bajó lo más rápido que pudo. Evelyn le dijo a los niños que se queden con la vecina, que todo iba a estar bien, que le avisaría a su abuelo para que los venga a recoger. Ambas mujeres se miraron y a través del agua espesa que corría entre ellas, Evelyn solo alcanzó a pronunciar un gracias, antes de que la metan a la camioneta.

Doña Guchita se quedó afuera con los niños quebrados en llanto hasta que el carro de policía se alejó. La casa color hueso seguía descascarándose, los truenos se confundían con el sonido del ariete rompiendo el piso. En ese momento llegó su hija y luego de una breve explicación, entraron todos a la casa. El capullo crujiente les daba la bienvenida a los mellizos exhalando aire tibio para reconfortarlos.

Cinco horas después, cuando paró la lluvia y despareció el río de la calle, doña Guchita se despedía de los hermanitos con un abrazo. No quisieron almorzar, pero se fueron con un pan con mantequilla cada uno y un beso de la señora en la frente.

Al día siguiente cuando el sol salió, las plantas del balcón de Doña Guchita seguían muertas por la violencia de la lluvia, pero la que había recibido la cantidad justa de agua de la pequeña gotera, había recobrado su color.

--

--

Andrea Itúrburu

Feminista. Escritora que nunca dejará de estar en proceso